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Instantáneas

Raúl Cottone

Cuando una persona mira una fotografía, su relación con la misma se encuentra habitualmente subordinada a un modo de percepción que la saturación de imágenes del mediático mundo contemporáneo ha impuesto: la sustitución de la realidad por su representación, hasta el punto de modificar no sólo la interpretación de lo real, sino lo real en sí mismo. Se hace difícil superar la impresión que el tema o sujeto fotografiado genera en primera instancia: el espectador reacciona emotivamente al impacto que la superficie de la imagen, casi siempre intencionalmente, produce. Impacto que, por otra parte, debe ser cada vez de mayor intensidad para lograr el objetivo de capturar la atención.
Para liberarse de esta prisión bidimensional y multicolor es indispensable la aproximación crítica a la comprensión de sus contenidos, trascendiendo las apariencias que, cuanto más atractivas, más ocultan; esto es, adentrarse en los territorios de los interrogantes donde se superan los elementales qué, cuándo y dónde que provocan las inocentes vistas de unas vacaciones familiares, para incursionar en las apasionantes e inesperadas revelaciones que los quién, porqué y para qué, deparan.
Estas preguntas, formuladas convenientemente a una imagen, conducirán, inicialmente, a una persona tratando de comunicarse: el fotógrafo rodeado de sus circunstancias, inmerso en contextos diversos, tanto individuales como del medio que utiliza como lenguaje, a su entorno histórico, social y psicológico, a la inserción de su obra en el devenir de la fotografía y, eventualmente, de la historia del Arte, creando el sustrato adecuado e indispensable para la interpretación de su mensaje, accediendo de este modo a un nivel de apreciación intelectual que complementa y justifica la emoción estética.
Es en este espíritu en el cual nos aproximaremos al comentario de la colección que Raúl Cottone presenta a consideración. Autor santafesino, con más de dos décadas de producción, con exposiciones habitualmente monumentales y exhibidas vastamente como “Máscaras de Venecia”, “Tíbet y Nepal” o sus “Gigantografías”, hoy cambia radicalmente su visión y nos ofrece estas mínimas “Instantáneas” con un recurso generalmente asociado a aficionados: el Polaroid. En este caso aplicado a un conjunto de tomas que podrían asimilarse al género definido como “paisaje urbano”, donde predominan los encuadres cerrados de situaciones visuales complejas e intrincadas, conectadas con señales convencionales e imágenes de imágenes.
No se puede obviar la elección que el fotógrafo hace de este medio casi precario, que tuvo algún auge, en manos de artistas como Walker Evans, Lucas Samaras y David Hockney hacia final de los 70’ e inicio de los 80’. Íntimas por naturaleza, estas fotografías de revelado instantáneo permiten una práctica casi secreta, sin la participación necesaria de terceros, que genera una cierta sensación de liberación y abandono y que popularizó su uso entre los aficionados a la pornografía; además, por el acceso inmediato a la imagen, es utilizada por profesionales para previsualizar y corregir la aproximación a sus tomas definitivas. Las fotografías convencionales reveladas con posterioridad son siempre un recuerdo, una huella de lo que ha sido, referidas a coordenadas de espacio y tiempo distintas del momento en que son observadas por primera vez; las Polaroids son inmediatamente confrontadas con la realidad que duplican, cuestionándola. Si la técnica tiene influencia sobre la expresión artística, es probable que aquí sea suscitada precisamente por aquella, como el crítico francés Michel Nuridsany propone en “Instantanées”, una de las primeras publicaciones, aparecida hacia 1980, dedicada exclusivamente a esta práctica.
En este caso, Cottone utiliza una cámara prácticamente sin posibilidad de intervención, lo que permite eliminar interferencias técnico-tecnológicas entre el operador y su sujeto, ofreciendo la posibilidad del registro de la mirada directa, esencia del acto fotográfico, sólo condicionada por la habilidad y la emoción, generando un diálogo íntimo, en voz baja, a flor de alma. No hallamos aquí referencias a universales, al Amor, el Hombre, la Muerte, sino a sí mismo, como en primera persona, como confesiones sobre sus incertidumbres y temores, sus sentimientos, su soledad; en suma, sobre su identidad.
La calle ha sido el escenario predilecto en donde la fotografía encuentra la llave para evadirse de las ligaduras conque la herencia temática de la pintura la amarran, dando lugar a la aparición de un género totalmente novedoso, denominado por los norteamericanos, hacia mediados del siglo XX, como “street photography”, pero que reconoce antecedentes, en los albores de su invención, en los inventarios arquitectónicos del París del Segundo Imperio de Marville y Baldus y que luego atraviesan longitudinalmente la historia del medio en la obra de artistas como Atget, Stieglitz, Evans, Cartier Bresson, Frank ,Ortiz Monasterio y Horacio Cóppola cuya sola mención se constituye en sinónimo de Fotografía.
Y es muchas veces en las ciudades, construidas y destruidas a imagen y semejanza de los hombres que las habitan donde el fotógrafo encuentra los equivalentes de su estructura personal, fragmentos de un espejo quebrado que conservan sus reflejos y que intenta ordenar como un rompecabezas mágico que le proporcione alguna seguridad o alguna certeza. Percibimos, en el trabajo que nos ocupa, esa búsqueda del equilibrio interior, mediante el intento del ordenamiento formal de un entorno caótico que no es ajeno a la conformación del pensamiento del hombre moderno ante el conflicto cada vez más intenso entre la necesidad de lo espiritual y la exigencia de lo material. Estas imágenes tienen validez en su conjunto, en su integridad; cada una de ellas necesita y justifica a las demás para delinear el perfil psicológico del autor, como un Rorschach autogenerado.
No deben esperarse aquí valor documental o información confiable sobre el referente, sólo deben interpretarse estas fotografías como testimonio del encuentro del autor con él mismo, como una página de su historia personal que pronto perderá nitidez y color al igual que el inestable soporte en que están realizadas.
Pero, al fin y al cabo, la evolución del conocimiento del hombre no es algo distinto. Son estos fugaces destellos los que proporcionan los puntos de partida ineludibles para cualquier exploración trascendente.
Alberto Ariel Monge