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Bex Magazine #31 Dossier Paraguay

El retorno de los brujos Vol 1.
Los desastres de la guerra fría

Fredi Casco / Paraguay

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"La historia se repite dos veces, primero como tragedia, luego como farsa" - Karl Marx.

Archivos colaterales
Por Ticio Escobar
Los desastres de la guerra ajena
Todo el tiempo largo de la dictadura de Stroessner transcurrió sobre un mapamundi escindido, un escenario bipolar y crispadamente estático. Un espacio suspendido sobre la amenaza de la Tercera Guerra, la absoluta, cuya inminencia argumentaba en pro de la conversión del otro en enemigo y, desde ese supuesto irrefutable, justificaba otras muchas cosas. Así, en las periferias, la tensa paz mundial conocida por Guerra Fría exigía que las cosas se calentaran bastante. Los brutales regímenes emplazados en el Cono Sur, por ejemplo, conformaban las consecuencias inevitables, los daños colaterales se diría hoy, de cierta precaria armonía universal mantenida en vilo sobre el Apocalipsis mismo, o su amenaza, alimentada con eficiencia por la propaganda imperial. El final de esta etapa, iniciado más o menos con la Perestroika (1985) y culminado con la disolución de Rusia (1991), hizo que las dictaduras militares latinoamericanas dejaran de ser funcionales.
El nuevo orden global produjo otros desastres colaterales, pero ellos ocurrieron ya en otra escena, estremecida por guerras –candentes– y otras catástrofes. Durante los años más duros de la Guerra Fría, el libreto mundial que sostenía las dictaduras fomentó entre los países alineados un disciplinado sistema de cancillerías. Fredi Casco recogió diversas fotos que registraban la intensa actividad diplomática mantenida durante este momento en el Paraguay, cuando, según sus fuentes, “hubo más visitas de dignatarios y representaciones diplomáticas que en toda su historia” (en la actualidad no quedaría ni un tercio de aquellas embajadas). Pero terminada la década de los años sesenta, distendido el momento más crispado de aquel modelo, el gobierno del Paraguay comenzó a revelar los síntomas de su aislamiento y su desprestigio y las visitas de estadistas y otras personalidades comenzaron a menguar.

Las tácticas
La obra de Fredi Casco recoge estos dos momentos: el breve apogeo de las relaciones exteriores de Stroessner y su decadencia. En verdad, ambos estuvieron marcados por la tediosa medianía de un sistema más preparado para las austeras empresas de la represión que para los brillos cortesanos y los modales diplomáticos; los empaques de Itaipú aún no habían llegado. Mediante mínimas operaciones, el artista pone de manifiesto el dispositivo mediocre, aunque pretencioso, de las galas provincianas, movilizadas no sólo en ocasión de la visita de dignatarios extranjeros o sus representantes, sino durante recepciones diplomáticas y rituales palaciegos menores. No se trata, obviamente, de criticar la cursilería y la precariedad de la escena oficial, sino de reflexionar sobre el artificio que la sostiene y la sensibilidad que pone en juego (y la que encubre, claro). De revelar aspectos de la estética stronista oscurecidos siempre por los discursos severos de la historia y la política. Se trata, en resumen, del valor otorgado a imágenes de segunda fila, aquellas que traman los micropoderes desde la banalidad social involucrada en la puesta en rito del poder grande: la pose forzada, los mínimos gestos, las miradas, los detalles de la decoración y el amoblado. En general, estas imágenes menores son desechadas por el archivo histórico. Tienen, sin embargo la potencia indicial del residuo: son capaces de promover la cobertura imaginaria de los huecos y recovecos adonde no llegan las investigaciones históricas ni los análisis políticos. Provocan la emergencia del detalle, la detección del vestigio, pieza fundamental para vislumbrar el espíritu de un tiempo cargado. Las estadísticas, descripciones y listados, los registros fotográficos periodísticos o estatales, las reflexiones de los analistas políticos y las denuncias de las organizaciones ciudadanas, resultan fundamentales para la comprensión de ese tiempo aciago y sus alcances tantos. Pero no alcanzan a captar el tono, ni tienen por qué hacerlo. No llegan a percibir el sabor del miedo que convoca salivas heladas, ni el color nocturno del horizonte cerrado, ni el olor de la rancia inquietud que, por un instante, detiene el aire. No pueden, y no es tarea suya hacerlo, identificar el brillo esquivo de miradas sumisas, alertas o asustadas. Reconocer el ángulo mínimo que indica la genuflexión, la curva imperceptible que delata la sonrisa simulada. Sugerir, fugazmente, esos sentidos, acentos y expresiones es competencia de la obra de arte. El arte no acude necesariamente a expedientes grandilocuentes para mostrar el trasfondo turbulento de la realidad que espera ser nombrada. Le bastan, a veces, pequeñas operaciones que, al trastornar brevemente la configuración de la escena, permiten vislumbrar la amenaza de algo que permanecía oculto detrás de esa escena. Freud llama lo Unheimliche, la extrañeza, a la inminencia que turba de pronto una situación ordinaria e inocente. Esa presencia incierta que ronda la escena y se anuncia en señales menores despierta inquietud: una puntada, angustiosa a veces, que, a su vez, permite divisar un contorno, entrever la silueta arisca de aquello que no se muestra. En esta exposición, Fredi Casco moviliza dos dispositivos agudos que desarreglan mínimamente el campo de la imagen buscando producir aquella puntada, aquel latido fugitivo de lo real. Por un lado, el doble; por otro, la máscara. El exceso de imagen y su ocultamiento (el descalce poético siempre actúa así: apela a lo que sobra o lo que falta para tratar de compensar la brecha que deja lo innombrable). Antes de tratar estos recursos de desajuste, valga una digresión referida a cuestiones de estilo e infraestructura.

Las fotos, las narraciones
Tanto como soporte de uno u otro expediente (el doble, la máscara), Fredi Casco emplea fotografías encontradas en el mercado de pulgas de los domingos de Asunción. Desde el año 2001 viene colectando esta suerte de objet trouvé que significa la imagen hallada por azar en la feria de antiguallas. En verdad, más bien por suerte que por azar, pues a partir del primer encuentro y el concepto que él generó, las fotos de los rituales stronistas son buscados afanosamente por él en los puestos donde se exhiben los documentos viejos. El primer paquete de fotos compradas, en aquel 2001, ya se encontraba compuesto por 100 ejemplares. Desde entonces, la colección fue creciendo obsesivamente, como crecen todas las colecciones. Las fotos intervenidas digitalmente conservan su tamaño original (20 x 25), sus colores, su tono. Y eso, para que las operaciones que introduzcan un pequeño lance de torsión en ellas, lo hagan limpia, tajantemente, economizando la libido de la mirada en un gesto breve para intensificarla. Sólo actúan, pues, los dobles y las máscaras: elementos intrusos que obligan a las fotos a referir aspectos encubiertos de las historias que narran. Que obligan a soltar otras narraciones. El esquema de esta propuesta de Casco tiene un sentido narrativo, casi en la acepción literaria y ficcional del término. De hecho, esta muestra se presenta como un capítulo de un título más amplio: El retorno de los brujos, planteado según la lógica secuencial y discursiva de un libro. Hubo ya un Capítulo Cero desarrollado durante los años 1998 y 1999 y referido al ámbito privado, el contrapunto quizá de esta escena oficial que trabaja ahora. Las fotografías intervenidas en aquel primer momento correspondían al mundo familiar de la pequeña burguesía paraguaya crecida (a duras penas) durante la primera mitad del siglo veinte. El título Los desastres de la Guerra Fría, el nombre de esta muestra, corresponde al primer capítulo de una serie que prevé otros apartados (el Cap. II, Los aparecidos y el III, El amigo paraguayo). El empleo de fotografías ordinarias, como también la técnica casera de la manipulación digital que las interviene, evidencian la mediocridad de los recursos oficiales. Pero revelan también la destreza aplicada a una óptima puesta en ficción obtenida mediante procedimientos asequibles (recursos especiales de “bajo presupuesto”, como los llama el autor). Pero tanto el comentario sobre las particularidades tecnológicas locales como el referido a la mediocridad del kitsch oficial, no devienen análisis de situaciones periféricas o sátira de la cursilería stronista, sino principio de distanciamiento irónico: arbitrio que busca identificar los indicios nimios de un tiempo turbio para explorar el rastro de otras evidencias. Todo el conjunto, el libro, asume la estrategia de transgredir, mediante gestos mínimos e incisivos, el relato de la fotografía de base para trastornar su curso y permitir la emergencia, o la sugerencia, de un nuevo relato: la versión omitida y fantasmal del primero, quizá. Y lo hace subrayando momentos menudos de las imágenes fotográficas para contornear con ellos un diagrama epocal que permita avizorar su propio reverso: que permita, quizá, anticipar otros tiempos desde los gérmenes de diferencia que incuban los detalles y que sabe despertar la mirada deseosa.

Los dobles I
El concepto del doble, ya se sabe, constituye una presencia obsesiva dentro de la episteme contemporánea. En verdad, constituye una obsesión en el horizonte de cualquier cultura, pero en el de la nuestra se ha cargado con connotaciones imprevistas que acrecientan su fuerza. En sí misma, la fotografía otorga un aval de verosimilitud, de reproducibilidad, nunca alcanzado antes por los procedimientos de la representación. Desde su aparición, el arte se replantea su propio estatuto y su rumbo: duda de su lugar en un mundo capaz de doblar con exactitud toda presencia y toda apariencia. Si la imagen fotográfica permite (como no lo hizo nunca imagen alguna) producir no sólo una figura idéntica a la que representa, sino un número ilimitado de copias de sí misma, la imagen fotográfica digital posibilita manipulaciones que duplican al infinito momentos constitutivos de su propio encuadre. Por otra parte, el impacto cultural del desarrollo biotecnológico vincula hoy toda duplicación de la figura humana con las figuras del clon y del cyborg, híbridos que perturban la idea de un cuerpo original y natural y autorizan a conjeturar la reproducción orgánica en otras claves: registros perturbadores que espolean la imaginación y levantan amenazas inciertas, otras versiones del Unheimliche, lo siniestro freudiano. Cuando Fredi Casco redobla la figura de ciertos personajes que aparecen en las fotos (y cita, de paso, la práctica stalinista de trucar fotografías), no sólo está ironizando acerca del escándalo ontológico y representacional que supone la duplicación de la figura y el simulacro múltiple: al volver a convocar la presencia de quien ya está presente, está re-calcando la posición y el significado de ciertos actores en el teatro oscuro que levanta con las fotos encontradas. No es lo mismo duplicar el retrato de una persona anónima o de alguien querido que clonar a Stroessner: la imaginería mítica que aflora desde los tiempos de la dictadura fuerza a percibir esta reiteración como una pesadilla: la angustia de ver a Stroessner como un personaje auto-mutante, reproducible elección tras elección, omnipresente, eterno. Tampoco tiene el mismo sentido doblar una pose familiar que repetir la obsecuencia de un esbirro o un cortesano (obligado a reiterar su genuflexión, a confirmar su sonrisa resignada, a fijar dos veces su mirada ávida o intimidada). Por eso, la duplicación produce un desacople fuerte en la escena de aquel teatro. Reposiciona los protagonistas, cambia el libreto narrativo, abre líneas de fuga por donde se filtra la mirada (y por donde se cuela un anuncio, una inminencia, una amenaza: lo otro de lo que expone la foto disciplinada). Ciertos personajes aparecen exactamente clonados: conservan en su copia (pero, ¿cuál es la copia? ¿cuál el modelo?) las dimensiones exactas, los detalles, la posición, aunque cambien las referencias inmediatas: Stroessner dialoga consigo mismo, sentada cada versión suya en sillones diversos. O bien, duplicado, conversa con un grupo adulador que sólo parece reconocer una de las copias a quien se dirige reverente (la otra, sin duda, corresponde a su fantasma; quizá sea la original). A veces, los retratos doblados aparecen desdoblados: dispuestos en forma simétrica en función de un eje vertical que cruza virtualmente el medio de la fotografía y produce un efecto espejo. Los dos edecanes idénticos que escoltan al General Videla mientras firma un documento (¿relacionado con la Operación Cóndor, ese otro daño colateral de la Guerra Fría?) reflejan mutuamente sus expresiones embrutecidas y sus poses de pelele (podría recordarse aquí que, en español, “clon” también significa “payaso”). Otros personajes se muestran imperfectamente clonados (gajes de yerros cibergenéticos, fallas de la mirada, recursos de la memoria): presentan diversas tallas, aparecen pegados entre sí como siameses, lucen atuendos distintos. Esta discrepancia redobla lo monstruoso de lo redoblado. A la perversión de quebrantar la singularidad humana, se añade lo defectuoso que produce la falla matricial (falla que, ocurrida en el ámbito del organismo humano, remite a una anomalía, una deformación aberrante). Y se agrega la infracción de alterar la verdad fotográfica, una de las pocas garantías de verismo que conserva la representación: alterar una foto es adulterar la misma realidad fotografiada. Y si esa fotografía corresponde a un documento oficial, su alteración tiene visos de falsificación pública y fraude de la historia. La duplicación tiene así efectos colaterales graves. Los desplazamientos que produce la copia facsimilar de los personajes permite, por otra parte, un acercamiento a la cuestión de la identidad, especialmente complicada en los tiempos binarios de la Guerra Fría, cuando lo diferente no sólo era considerado anormal, sino adversario. En la obra de Freddy Casco, la reiteración de lo uno, permite efectos especulares, desvíos y colisiones en el juego de lo mismo y lo otro. La obra parece postular que rechazar la alteridad, reafirmar lo idéntico, termina generando deslizamientos del propio perfil, deformando la mismidad o congelándola en una figura idéntica a sí. O termina disolviendo lo mismo en su reflejo o su sombra: deteniéndolo en el umbral fantasmático de una escena sin otros.

Los dobles II
Paralelamente al empleo de la figura del doble, Casco recurre a otro recurso para intervenir las imágenes de las que parte y producir en ellas un giro brusco, un contrapaso, que hace patinar brevemente el relato fotográfico y revelar, en su desliz, otra trama. En este caso, se trata de la introducción de máscaras que, inesperadamente, cubren los rostros de ciertos personajes. Aparecen tres tipos de máscaras. A guisa de mascarillas mortuorias, las primeras duplican el rostro de su portador suplantándolo por una prótesis idéntica, una copia espectral de sí mismo; en este caso, las máscaras son, de nuevo, copias facsimilares del personaje. En su carrera de sucesivos deslizamientos metonímicos, se sustituyen una y otra vez las identidades en un juego de espejos interminable. Quizá esta coreografía simulacral constituya una respuesta que el propio artista da al problema que planteara respecto a las identidades ensimismadas. Las segundas caretas son antifaces que refuerzan los aspectos farsescos de una situación entendida como una mascarada. Las últimas, son máscaras de gas: remiten al carácter alienígeno que, durante la Guerra Fría, adquiere la figura del otro, intruso extremo que exhibe el amenazante no-rostro de la discordancia. Fredi critica paródicamente esta noción del otro como adversario oscuro y embozado vinculándola con cierta retórica del cine de ficción conocido como Clase B, contemporáneo de esas décadas. Mediante este movimiento, desorienta la dirección de la amenaza: el dictador, los dignatarios y embajadores cómplices que lo visitan y su mediocre corte de esbirros y delatores son filtrados por los tópicos de ciertas narrativas de espionaje y ciencia ficción pobladas, según el propio artista, de “embajadores-espías, hombres de negro y agentes dobles”. Ocupan el lugar velado, vedado, del otro. Las máscaras encubren y descubren lo que tapan, exponen el revés de lo omitido, la verdad ilusoria de la impostación. El semblante suple el rostro. Y al hacerlo en un solo personaje o, por lo menos, no en todos los personajes, deja a los demás desnudos, sin disfraz. O convierte sus caras en réplicas: revelan el truco fotográfico, la ficción de la imagen. Es que la presencia de la máscara produce interferencias y torceduras en la compuesta escena oficial. Activa la tramoya de lo alegórico: basta una máscara para que todos los rostros sean leídos en clave de falta y devengan carátulas inestables, intercambiables. Y que vean sus propias expresiones trastocadas o exageradamente subrayadas. Entonces, de manera caricaturesca, se agudizan la estupidez y la obsecuencia de las miradas, la mueca adulona, el gesto banal; la insignificante verdad de quien no advierte el flash y se muestra sin alerta ni tapujo (ni defensa). Como en cualquier mascarada –como en cualquier proceso alegórico- todo significa otra cosa. Pero, en cuanto cifras de diferencia, las propias máscaras –las representadas como tales– actúan como pausas, puntos de detención que frenan, bruscamente, la marcha y fijan, por un instante, la expresión de las otras, las contracaras, las caras descubiertas. Y las vuelve a descubrir, también por un instante, en la escena desenmascarada. Todas son operaciones rápidas, breves: se disloca apenas el tiempo acumulado en las fotografías antiguas (todas las fotografías son antiguas). La mínima transgresión de sentido, la interrupción súbita, dejan ver a contrapelo de lo que la memoria oficial asienta con cautela. Son maniobras de contramemoria, capaces de provocar el relampagueo del acontecimiento con la urgencia de un flash, cuya intensa fugacidad resulta siempre sorpresiva, aunque ilumine una pose estudiada. Al sobresaltar el presente, lo intempestivo puede anticipar otro momento, recobrado entre las cifras esparcidas que componen el otro archivo, el de los desechos.

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