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Mi barrio, el mejor de todos

Alejandro Osuna | Entre Ríos

El Cholito amagó a interrumpirlo pero se dio cuenta a tiempo que esta vez era mejor escuchar a su amigo. Sí, los cuatro juntos, pateando para allá, sigue Dylan relatando eufórico mientras Fernando aparece con su loro Pepo en su hombro izquierdo. Serán dos testigos más del sueño de Dylan. Ganamos con un gol sobre la hora y casi de mitad de cancha, prosigue su relato Dylan mientras sus amigos lo miran sin que vuele una mosca. Había un relator que lo gritaba en el techo de aquella casa y en mi carrera del festejo casi me choco con una vieja máquina de fotos, de esas a rollo que me apuntaba y disparaba.
Al Cholo le faltaban dos cosas fundamentales y tuvo que interrumpir el relato esta vez ante la mirada amenazante del resto. Tan importante va a ser che, si ni cuando jugamos por las cocas y el asado contra los del otro barrio había tanta gente mirando. Y aparte si jugamos los cuatro en el mismo equipo, a quién le ganamos Dylan, contra quien jugamos.
El Cholito casi recibió la condena de destructor de sueños. Dylan dudó de su verborrágico relato por primera vez. Pero tras una pisadita y una pausa, esas que aprendió en la belleza de estas calles, salió jugando como un campeón: “Estaba en juego la alegría, eso era lo que nos jugábamos Cholo. Vinieron a sacarnos eso, entendés. Y había que ganarles como sea”, enfatizó dramáticamente Dylan.
El Cholo no se animó a preguntar más sobre ese sueño. Pero Facu insistió en aquella duda anterior del Cholo. ¿Y contra quien se puede jugar por la alegría?, tiró. Dylan volvería a salir airoso del interrogatorio de sus amigos y ensayó con firmeza una respuesta: “Contra un rival invisible que se tornaba inalcanzable para todos nosotros, que tenía un invicto de casi cuatro años y que venía goleando con su ausencia en todos los barrios del país como el nuestro. Se hacían llamar los insensibles, gente poderosa de traje y corbata que se autoproclamaban ser los nuevos dueños de la alegría”.
Semejante respuesta calló hasta el loro y al Cholo se le iluminaron los ojos esta vez. “Los diarios lo vendían como el mejor equipo de los últimos 50 años. Y nos desafiaron que si nos ganaban la alegría terminaría encerrada en globitos de colores; que bajarían al barrio para llevarse eso, nuestros goles y los abrazos para siempre”, sostuvo Dylan para terminar de convencerlos que la victoria era el único final posible.
A esta altura ninguno de los cuatro dudaba en hacer correr la bola hasta en el rincón más profundo del barrio. Contaron la historia, la llevaron de casa en casa. Y todos se juntaron el domingo siguiente por la tarde, igual que en el sueño, a esperar ese gol.
El gol de Dylan liberó la alegría en esas calles de tierra, pegándole con alma y vida a esa pelota de trapo que viajó desde la mitad de la cuadra, se metió al lado de ese cascote que hacía de palo izquierdo y viajó hacia el corazón del barrio tras superar esa red invisible.
Lo gritó Tatón a media cuadra de la cancha con su esposa y su cuñado Keké tomando una birra; lo festejó Pechuga, sosteniendo el vaso del último sobreviente de aquella esquina que ya se cargó a varios; lo gritó Maicon que paga un homicidio que dicen no cometió; lo abrazó a Matías, bostero, con su gallina riverplatense, antes de salir a cartonear; lo vivieron Marta y su hijo Guillermo, sentados descalzos en la vereda.
El gol de Dylan emocionó a Ramona, esa mujer que crió a todos los Pérez; los llenó de felicidad a Fernando y el loro Pepo y Margarita, tras colgar la ropa, decidió con esa alegría que se quedaba definitivamente en las calles y el aire de todo el barrio, cerrar la grieta en la pared de su casa, pintando sobre ella una flor. Porque esas son grietas y esas son formas de cerrarlas.
La Leica del año 34 los abrazó a todos en el Gol de Dylan. Y el barrio les gritó “Vayánse rufianes insensibles. Se podrán llevar todo pero la alegría jamás, porque está en ese gol de Dylan, que no es más que uno de esos goles que ustedes eligen no ver”.
El gol de Dylan Benjamín nos observará para siempre. Será un registro inédito de la vida, de esos picados en el barrio. Es un grito de gol a los gritos, gritando “acá estamos, alguna vez salgan jugando para éstos lados”. Es un grito de gol en el rincón de los mismos olvidados para olvidarse que hace un rato, igual que ayer o como también mañana, no habrá para rascarla más nada al final de la olla o es un gol que sirve para abrazarse y hacer menos crudo al invierno que en la pobreza cala hasta los mismos hüesos.
El gol de Dylan es la alegría en estado puro, de todos los colores, un gol libre, que no se deja encerrar. Un gol que ahora nos observa desde una foto, se convierte en muestra, respira, habla, sale de un cuadro, se hace música y gambetea en esta sala y vuelve a todas las paredes del barrio, a colgarse en cada una de las casas para permanecer inmóvil y mágico, talentoso y existente.
El gol de Dylan capturó el tiempo y lo detuvo para siempre, en ese gol que tantas tardes gambeteó la asesina muerte de algún auto en una esquina y tantas noches esquivó las balas que nuestros gurises y gurisas no merecen.
El gol que Dylan soñó se hace pileta en la calle para todas las gurisas, viaja en los más lindos barriletes de los gurises y se hace esperanza mientras remonta hacia el cielo para iluminarlo de más goles, de más sueños, de más abrazos a toda la monada. Los goles juntos de todos los Dylan tienen piola para llegar hasta el sol si los miramos. Bastará tan sólo que eleven su vuelo sobre aires bastante más sensibles.

Sobre la fotografía de Alejandro Osuna...
“¿Por qué siendo ellos los que más lo necesitan nunca lo tienen?...” Ese es el título que le hubiera elegido a esta Muestra y como no puedo ni debo modificar el que él eligió, así titulo este brevísimo prólogo. La pobreza y el arte se han reunido infinitas veces a lo largo de la historia e incontables artistas de todo tipo han encontrado allí la belleza donde otros han creído que lo que se estaba haciendo era denunciarla. La belleza también crece en un mundo desigual. Es histórico este tema; muchos le dan vuelta la cara. Es bíblico ese giro y también cierto. Más allá de promover la compasión.
Entre inocente y críticamente Alejandro habla de su Barrio como “el mejor del mundo”. Un barrio de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, que pocos conocen..., y que es escenario o tópico de su fotografía de índole socio-documental. Por eso dando un salto al presente la pobreza aparece hoy representada en diversas vertientes artísticas; en ese barrio como en otros, la creatividad florece ligada a la supervivencia, en el despojamiento o ese otro deshojarse.
Ayer ante decisiones inesperadas comprobamos que una imagen puede ser más poderosa que un porcentaje. Cuando ya se han gastado los argumentos que apelan a la razón hay que buscar otros, los que afectan a las emociones.
Por eso puedo alegrarme o asombrarme cuando le seleccionan o no le seleccionan una de sus fotografías.
La que a veces corre el riesgo de no quererse ver... Porque obra como espejo y multiplica como quería Borges. Y a veces, muchas veces, queremos hacer invisible. Decir de sus retratos es detenerse en aquellos que saben de esa infancia que apela a la naturaleza o “a crecer demasiado rápido” o en esos personajes que se balancean en esa línea que separa o nos aproxima al claroscuro. Que apela a otra desnudez cuyo cuerpo como otra pared, chapa o cartón disimula un grafiti que supone una otra declaración, de pertenencia o de gratificación. Más allá de la precariedad.
A veces la mañana se nos desinfla como una pelota, se tiende como la ropa y refriega el aire o se extiende en el eco del canto de un gallo o reverdece como las hojas de un árbol o las plumas de un loro o queda colgada de un alambrado que separa furores. A veces la mañana se abraza a la cotidianeidad y nos encuentra próximos al latido de todos los días...
Insisto..., a veces la mañana le inventa al cuerpo de esta realidad un tatuaje de luz más allá de los de oscurísima tinta que exhibe. La imagen fotográfica de Alejandro Osuna informa sobre el mundo de un barrio, su vida, pero siempre con una expresión y una estética propia.
De ahí lo que extraigo de sus palabras:
La fotografía permite -dice Alejandro-, particularmente que este barrio no se pierda a la vez que vaya mostrando sus diferentes rostros; ese reciclarse diariamente, retroalimentarse, yuxtaponerse, reemplazarse. Mostrar las orillas es a veces como sostenerse en el pasado, como estar detenido “en mis calles de tierra y aún en mis juegos de niño”, esos que son tradición y se enfrentan a la tecnología que acá escasea. Hay una bolilla, un rulemán, un barrilete, una pelota de trapo, un ave y su vuelo y los sueños.
Por eso su valor testimonial prontamente es excedido por el artístico, dado que el primero es condición quizás necesaria pero jamás suficiente para la materialización de aquella.
Alejandro festejo tu obra y me quedo con el aura que circula o gira como un trompo o un pequeño planeta alrededor de ella.
Luis Alberto Salvarezza.

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