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Espacios Sustraibles

Hugo Aveta | Córdoba

Los trabajos de Aveta, sean fotografías, videos o instalaciones son en cierto modo ultramarinos.
No porque sean productos exóticos como los que las metrópolis arrancaban al Nuevo Mundo para alimentar la rueda creciente del consumo capitalista. Aunque tal vez lo sean.
No sólo porque hayan cruzado el océano y encontrado una legitimación asombrosa en espacios públicos y privados europeos. Aunque tal vez también por eso.
Son ultramarinos, sobre todo, por un carácter que la obra lleva inscripta en sí misma: el de introducir cierta extranjería en la mirada de lo propio. La obra de Aveta es una obra de ultramar aún en suelo propio.
Y es la mirada del Otro quien reconoce sus marcas de extranjería, la importa y nos la devuelve más ajena aún de lo que se fue. Los objetos de Aveta son ultramarinos que van y vienen de un continente a otro como apátridas. Son de ningún lado y entonces –en su versátil opacidad- son capaces de aludir a algo que está en todos lados.
Ese algo a lo que el trabajo de Aveta alude, aquello a lo que su obra remite una y otra vez con pertinaz obcecación es el alma de acero de la tragedia. Lo trágico, una vez despojado de toda sensiblería, de todo artefacto o maquillaje, es el tema de la obra que Aveta construye paso a paso, serie a serie. Como si el artista, fotografía a fotografía, agregara mosaicos a un damero: cada mosaico apresa desde un ángulo distinto –fractal- el paisaje desolado de la experiencia.
Podemos imaginar que el artista da forma material, paso a paso, a una figura mayor que tiene en mente. Allí, al final de su camino, podrán leerse las huellas de su viaje en otra escala, una cartografía trágica comenzará a advertirse, como un rompecabezas o petroglifos que sólo cobrará forma desde el cielo.
Aveta se desidentifica de las postales habituales latinoamericanas al tomar a la castástrofe, la ausencia y la desaparición como objeto. Y en esa maniobra se aleja de cualquier pintoresquismo con el que América Latina pudiera presentarse en Europa. Esa América Latina, cuyo nombre mismo es herencia de un problema europeo, invento de Napoleón III en la disputa tierras afuera entre el espacio de la latinidad y el avance anglosajón, aparece de otro modo en la obra del artista.
La catástrofe latinoamericana que Aveta hace aparecer mientras retrata desapariciones, es el modo en que las antiguas colonias devuelven a las metrópolis la verdad de su propia catástrofe.
Pues las alforjas de este artista latinoamericano anclado en París no están llenas de fotografías de guacamayos o granos de cacao, de plumas de pavo real, micos de salón o pecheras de oro. Si hay algo que Aveta lleva es el negativo del exotismo seductor de los territorios de ultramar. Negativo en tanto verdad oculta del gesto que forcluye la catástrofe relegándola a los arrabales del imperio, y que de ahí vuelve a pegar de lleno en el centro. América Latina devuelve en un cross a la mandíbula la verdad a Europa. El puñado de fotos que exhibe se asemeja a un montaje teatral beckettiano: se trata allí de lo que no sucede, lo que no ocurre en la escena remite a la bomba que estalla en cada espectador.
Los objetos ultramarinos que el arista produce desde el año 2008, el capítulo latinoamericano de la tragedia, conforman la serie Espacios Sustraíbles. Se trata de una serie particular, una serie que muta, que se multiplica, que emite metástasis de horror purificado en un encadenamiento que no termina nunca. No puede haber serie “completa” en este caso: la mutilación de la experiencia que la origina forma parte de la estofa misma de la obra, que siempre se revela amputada, exige una foto siguiente que a su vez exigirá otra, y así. No se completa nunca el mapa del desastre. La obra de Aveta funciona al revés que la Invención de Morel: la imaginación de Bioy Casares creó una imagen que proyectaba cuerpos ad infinitum en una isla desierta. Con esa presencia ficticia, aludía a la ausencia. Aveta en cambio inventa la ausencia misma, la produce retirando los cuerpos de la escena del crimen. Si la de Morel era una máquina de aparecer, la de Aveta es una máquina de desaparecer.
Los cuerpos aparecen tarde y cuando aparecen es porque están siendo apaleados, lastimados. Los cuerpos que aparecen son cuerpos que huyen o cuerpos amortajados con diarios en calles bombardeadas.
La obra de Aveta puede leerse como un libro de historia: una historia calamitatum latinoamericana. Aveta hace fotografías en diferentes estados: fotografías que se desvanecen o que se multiplican en videos, fotografías que cobran cuerpo en las maquetas que les dieron origen o en las instalaciones que documentan. Mostrando el hueso de lo trágico, muestran a la vez la mirada del artista capaz de desnudarlo, capaz de mirar lo imposible de mirar sin quedar convertido en piedra.
Aveta explora los episodios trágicos, los descubre, fija sus coordenadas, los reproduce en su laboratorio y luego los muestra. En esa alquimia, hace soportable lo que nos da a ver: borra los gritos y los cuerpos calcinados, cubre los desgarros y vela las amputaciones, monta ficciones para que creamos que no es cierto lo que nos da a ver. Y sin embargo, aquello que el artista nos oculta al mismo tiempo, por alusión, nos lo da a ver. Nos hace ver imágenes en apariencia anodinas que, apenas uno las ha empezado a contemplar, disparan en su poder de evocación gritos de torturados y cascos de caballos, latigazos y disparos, alaridos y últimas voluntades.
No hay globalización más verdadera que la de la tragedia, por eso quizás la del fotógrafo sea una verdadera lingua franca. Los objetos de Aveta no necesitan de traducción. No porque sean autoevidentes, pues son por fortuna opacos y multívocos, sino porque escenifican justamente lo intraducible. En su viaje de ultramarinos nos enseñan lo que hay de imposible en la traducción.
Mariano Horenstein.