Escrito estaba en el destino de los antiguos mexicanos un designio: asentar su civilización en torno al nopal sobre el que estuviera posada un águila devorando a una serpiente. Lo hallaron al centro de un lago en el Valle de Anáhuac, y desde entonces el devenir del país ha estado marcado por una estrecha relación con el agua, lo mismo para la contemplación o el desarrollo que para sortear desastres ligados a ella. Algunos de esos momentos significativos, acaecidos durante la primera mitad del siglo XX, fueron captados por maestría por el fotoperiodista Tomás Montero Torres (Morelia 1913 – Ciudad de México 1969). Observador agudo, viajero de cámara Leica o Mamiya al hombro y con una mirada educada tras su estadía como estudiante en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, Montero Torres dejó testimonios visuales lo mismo de la belleza del Lago de Pátzcuaro, que de desastres que eran recurrentes en la zona centro de México, como en León, Guanajuato, o en la propia capital mexicana. Asentado en el estado de Michoacán, el Lago de Pátzcuaro cuenta con cinco islas: Janitzio, La Pacanda, Yunuén, Jarácuaro y Tecuén, así como un pequeño islote llamado “la Tecuenita”, por encontrarse cerca de ésta última. Célebre por la arraigada tradición que sus habitantes reviven año con año para recordar a sus muertos, esta exquisita región lacustre también se distingue por ser el hogar del pueblo purépecha, cuyo linaje de mujeres aguerridas y la esbelta gallardía de sus pescadores acentúa su singularidad, misma que puede constatarse en cuatro instantáneas captadas por Montero.
Por otro lado, y marcando un contraste entre inundaciones en el ámbito rural y urbano de México, una serie que destaca por una composición estética, que incluso llega a diluir las tragedias que testifica. En lo que se refiere a la Ciudad de México, donde prevalece el mito de una relación idílica con el agua, tras el asentamiento de su civilización primigenia en el lago central, cabe subrayar que se trata tan sólo de un aurea que trascendió en el tiempo, porque desde el principio los antiguos aztecas tuvieron que idear formas de traer agua dulce para beber y extraer el agua salobre, para que el valle cerrado que los acogía no sufriera inundaciones.
Lograron sofisticados diseños de ingeniería, que sin embargo no sobrevivieron a la conquista española y a las otras maneras de hacer la vida que traían consigo. De ahí que por largos lustros los capitalinos se acostumbraron a lidiar con el exceso de agua y, sacando a relucir su ingenio, aprestaron servicios para ofrecer a los que no deseaban mojarse: ya fuera en pequeños remolques de madera, lanchas de diferentes formas y hasta cargando a las personas de una banqueta a otra. Tomás Montero vivía en la calle de Ayuntamiento, en lo que hoy forma parte del Centro Histórico, y tenía su despacho a unas cuantas cuadras de ahí. No es difícil imaginar que él mismo sufrió los estragos de las inundaciones más de una vez, pero es válido subrayar que también le dieron numerosas oportunidades para captar la fragilidad de los capitalinos, las diferencias sociales que acentuaban estas tragedias y la diversidad de paisajes acuático-urbanos que se desprendían de ellas.
Estas vistas líquidas forman parte esencial del vasto acervo que legó, y que actualmente está en proceso de conservación, investigación y difusión. Más de 86 mil negativos que abarcan una amplia diversidad temática –política, aviación civil, paisajes, artistas, intelectuales, tauromaquia, desastres, religión, manifestaciones sociales...– y que en conjunto constituyen un patrimonio histórico cultural del México de aquellos años. Para conocer más de la obra de Tomás Montero Torres se puede visitar el link:
archivotomasmontero.org
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