Brujos, sacerdotes, curanderos y adivinos itinerantes. Solitarios, cada año llegan por unos días a la ciudad para sanar de enfermedades y de maleficios, con hierbas y amuletos, con invocaciones a dioses que conocieron sus abuelos o que enseñaron los extranjeros.
Mirando el presente de las gentes, penetran en sus extraviados pasados o en sus anhelados porvenires. Descifran el futuro en el plomo fundido, bendicen y curan con hierbas, invocando a la Diosa Tierra, la Pachamama, y al Dios de los cristianos, con la cruz, el alcohol y el fuego. Los llaman callahuayas. Su linaje de nigromantes tiene origen anterior a la llegada de los aymaras, los incas, los europeos. El tiempo lo modifica todo, excepto a ellos. Los dominadores trocaron en dominados, el mundo cambió impensadamente, pero los callahuayas, inmutables, siguen hoy, al igual que hace mil años, con el mismo oficio, con la misma misión de impartir su magia. El misterio los rodea, sólo ellos conocen su arte; tal vez la única clave se atisbe mirando sus ojos “de polvo y tiempo y sueño y agonías” (Ajedrez, J.L. Borges). Todos los callahuayas nacen en los alrededores de Charazani, un pueblo cercano al Titicaca.
Por algún signo o señal, de muy pequeños son escogidos para este oficio uno o dos niños varones cada año. Sabios ancianos transmiten conocimientos y habilidades a los elegidos, preparándolos para que cumplan el ciclo milenario. Al llegar a la madurez, viajan con sus escasos útiles, y abren consultorios en las calles. La gente acude a ellos con mezcla de respeto y temor, para ser asistidos en la salud, para ser protegidos del mal, y para vencer a través de los ojos del callahuaya, las barreras del pasado y del futuro. Serie iniciada en enero de 2010. En 2012 fue expuesta en la embajada de Bolivia en Bruselas, Bélgica, como parte de la muestra “ALASITAS”.
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