Asombro, curiosidad, intriga. Es de tarde y el espacio es un descampado. La función comienza. Las estacas se clavan con ritmo. Clac, clac, clac, descanso, clac, clac, la que sigue. El camión viejo gruñe y levanta los pesados mastros que se elevan con pereza ya aburridos de la rutina de siempre. Ahí, en las alturas, la cúpula supervisa, como a paso firme, las 15 personas: artistas, empleados, el dueño y los y las niñas trabajan por un objetivo común: armar la carpa.
Al día siguiente, luces, colores, música y malabares invaden un espacio que no tenía vida. El circo aparece. Introduce un mundo dentro de otro. Un pequeño pueblo se instala dentro de otro; a veces en las afueras, a veces en el centro y atrae a los niños encantados por la lona que esconde vaya a saber uno qué.
También a los políticos y policías de siempre en busca de un agasajo y a los más viejos que se quejan por un espacio que está ocupado y que ellos quieren vacío para la vista. Pero lo más importante, el circo convoca a la familia. Hijos e hijas, padres y madres, abuelas, abuelos, tías y tíos. Todos y todas están invitados. El circo invita y se prepara para revelar por un rato a un mundo ajeno y mágico.
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